«Sobre el moverse sin moverse»

El Maestro y el Discípulo llevaban diez días acampando en las afueras de la ciudad. Al joven le daba la impresión de que nunca podrían entrar y empezaba a sospechar que había sido un error seguir a aquel maestro que desde hacía cinco días se autoproclamaba “El monje tinto”.

Llevaban dos meses juntos, peregrinando hacia ningún lugar en concreto. En el ultimo tiempo el Maestro se hizo bastante amigo de la damajuana y eso preocupaba mucho al discípulo. De vez en cuando, cada tantos días, se abría el portón principal de la ciudad y por él entraba una columna de camellos cargados de mercancías. Era la ocasión ideal para entrar sin ser percibido por la guardia que no veía con buenos ojos a los santos y predicadores.

- Deberíamos infiltrarnos con las caravanas, Maestro.
- ¿Y por qué deberíamos hacer eso?
- Porque allí hay baños, y comida bien hecha, y mujeres bellas, Maestro...
- …Y tabernas.
- Sí, bueno, supongo que tabernas también habrá...

El maestro se quedó absorto un buen rato, contemplando la llanura que se perdía dorada en el horizonte. Bebió dos tragos a pico limpio, dejó la damajuana a su lado, siempre al alcance de la mano y finalmente dijo:

- No sé, ¿para qué queremos entrar? Acá estamos cerca del río, que del lado de afuera es más puro que dentro de la ciudad. Además por las mañanas podemos contemplar a las lavanderas bien pulposas y mojadas que son una delicia y el Turco que levantó campamento allá cerca del puente me vende la chata de vino a buen precio y a veces hasta me la cambia por unos cuentos.
- Pero, Maestro, ¿qué otra cosa hacemos?, ¿no deberíamos estar predicando una filosofía luminosa?
- Es lo que estamos haciendo.
- ¿A quién, Maestro?
- ¿Cómo a quién? Al Turco, por ejemplo; a la vieja que vende el pan y las empanadas ¡A vos, sobre todo!
- Pero si será sinvergüenza, se la pasa todo el día bebiendo y haraganeando...

Estas palabras hicieron que la sangre se le subiera a la cabeza al Maestro. En un acto de descarga emocional levantó el corcho del piso y se lo tiró a su discípulo. Le apuntó a la frente pero el proyectil de alcornoque pasó a un metro y medio de su objetivo. Mientras, le gritó con sabiduría:

- ¡Silencio irrespetuoso! Las grandes ideas deben fermentar con paciencia, porque como lo muestran los recién nacidos, basta con patalear, llorar y chupar de una teta para mostrar que uno está vivo y haciendo algo en este mundo. ¡El movimiento no sólo se muestra andando, también se hace sentado!
- Y empinando la chata.
- ¿Qué dijiste? No te escuché...
- Que voy a meditarlo, allá cerquita de las puertas, pataleando y llorando a ver si me dejan chuparle las tetas a la ciudad, Maestro.

Y así diciendo el Discípulo se levantó y se apartó. El Maestro siguió contemplando el horizonte. Comprendió que debería beber todo lo que quedaba en la damajuana, porque ese vino destapado corría el riesgo de picarse y el corcho había quedado allá adelante, lejos, como a cinco metros, tan inalcanzable como las puertas y las lavanderas, pero no como la existencia contemplativa, que estaba siempre allí, donde quiera que él estuviera.


 13

A SUS LOADOS LECTORES
LA ESPORÁDICA PLUMA DE CALISTO
ESTE BREVE RELATO DE TERROR ERÓTICO
PARA PROVECHO DE VUESTROS NEGROS PALADARES
SAZONADO CON ESPECIAS SELECCIONADAS A MANO
SE AFANA EN PRESENTAR


Entró, como cada noche, en mi habitación, vestida completamente de negro, el cabello rojo, largo y rizado, cubriéndole la espalda, los labios color carmesí. Con un movimiento simple se desprendió el broche a la altura del cuello, y su vestido, de largas telas que rozaban el suelo, cayó con suavidad, deslizándose por sus brazos y sus pechos.
Estábamos solos en la casa. Lo estaríamos por dos o tres horas. Eso no importaba, a ella le tomaba veinte minutos.
Yo permanecía tendido, como venía haciendo este último tiempo, siempre a la misma hora. Yo la miraba. Su boca cambió por completo en la sonrisa, sus mejillas se plegaron en profundas hendiduras, sobresaltando la perfecta suavidad de la piel; me observaba por debajo del arco de sus cejas agudas. Yo no podía huir de esa mirada, no podía resistir su atracción; cada vez que posaba sus ojos en los míos el cuerpo se me paralizaba al punto de cortarme la respiración, mis manos se cerraban en puños involuntariamente. Sentía admiración, también temor.
Dio un paso para quedar junto a mi cama, me destapó de un tirón, levantó una pierna, me rozó apenas con la rodilla, la pasó por encima de mi cuerpo. Sus manos expertas hundieron mi almohada mientras se acomodaba, apresandome levemente con las piernas. Bajando de a poco.
Se llevó un dedo a los labios, indicándome que permaneciera callado, con su rostro hacia el mío, con su flequillo en mi frente. Su otra mano se encargaba de tirar del elástico de mi pijama, de bajármelo hasta las rodillas. Enseguida, las caricias. Me producía el suave placer habitual, en su mano me iba endureciendo, sin quererlo, me iba preparando.
Traté de contener el gemido cuando por fin estuve dentro suyo. Cerré la boca, apreté los dientes, fui deslizando, furtivamente, la mano debajo del colchón, allí abajo esperaba la empuñadura metálica del cortapapeles.
Me quedé observando mientras se movía encima mío, el esfuerzo que debía hacer para resistir era tremendo, más aún tratando de mantener la concentración, de no olvidar el plan. Esta noche.
El ritmo de sus movimientos aumentó con ese gemido gutural de pato pornográfico que tiene. No dejaba de mirarme, de clavar sus ojos en los míos, dueña de todo. Sus dientes en hileras perfectas me sonreían y después se abrían y volvían a sonreírme. Esa lengua, esa lengua, un peligro enorme y delicioso, una serpiente sin cabeza.
Yo no podía llorar. La sensación era agobiante, era estar aferrado a un asidero sabiendo que lo mejor sería soltarse, dejarse caer. No podía llorar, no le gustaba. En verdad, lo que quería era que estuviera así, recostado, muy quieto, contemplándola sumiso, conteniendo, aguantandolo todo.
Si resistía luego me trataría bien, pero si desprendía mi leche en su cuerpo antes de tiempo, se enojaría, y mucho, y me golpearía. Aunque siempre volvería a la noche siguiente, no podía evitarlo tanto como yo obedecerle.
Mi mano apretaba con fuerza el cortapapeles que había sacado, en secreto, del escritorio. Pensaba en su filosa punta, la había probado sobre mi dedo ahora protegido con una curita, pensaba sin querer pensar, pues temía que ella ya supiera leerme la mente. ¿Cuántas puñaladas harían falta para matarla? Tal vez una sola, si era con fuerza y en el lugar preciso, un golpe certerpo porque yo era débil y ella podía doblegarme con una sola mano, lo sabía, lo había experimentado.
Comenzó a moverse con más fuerza, el momento venía llegando. Mi cama no cruje porque es de plástico duro encastrado, por eso el golpe contra la pared era grave y opaco. Su cuerpo ondulaba. Aferré con mayor fuerza el cortapapeles, un calambre me buscaba la mano. Alzó la vista al techo, su cabello se abrió mostrándome la tentadora garganta, desprotegida, suave, frágil, su pecho transpirado palpitaba. El momento.
Quise mover el brazo, enterrarle la punta, bañarme en la sangre que brotara de su garganta. Hacerle en el cuello la marca de Longinus con mi lanza de escritorio. Pero no pude. Me sacudí en el último movimiento de sus caderas y solté la corriente caliente en ella.
Cayó encima mío, jadeando, agotada. Su boca junto a mi oído. Susurró algo, no entendí bien, pero creo que me decía: bien, muy bien. Me dio un beso en la mejilla y se levantó pesadamente. Se tambaleó un instante junto a la cama, luego tomó sus prendas y se vistió casi con la misma rapidez con que se había desnudado. Giró sobre sus talones, me subió el pantalón del pijama, tomó el acolchado que estaba arrollado a mis pies y me cubrió con él hasta el cuello. Me besó la frente y salió de mi habitación, cerrando suavemente la puerta.
Me quedé quieto en la oscuridad hasta que oí que sus pasos se perdían en el pasillo, y entonces me dejé llevar por el llanto contenido. Las lágrimas no paraban de caer de mis ojos y rodar por mis sienes hasta perderse en mi cabello. Me giré de costado, hubiera contraído mis piernas si pudiera, aferrando el borde del acolchado, esforzándome por no hacer ruido.
Ya sé que voy a tener que levantarme a mitad de la noche, cuando estén dormidos, para devolver el cortapapeles a su lugar. No quiero que por la mañana mi padre lo necesite, lo busque, le pregunte después a ella si lo ha visto y ella me pregunte a mí, furiosa, mañana a la noche.

Lobo inquieto



Sabemos coser con los hilos trenzados que armamos con tu pelaje, sabemos cantar, sabemos abrir la puerta para irnos a jugar.

Jugamos en la cama mientras tu piel nos abriga. ¿Lobo abrigás?
Estoy calentándote la cama.

Jugamos en la alfombra mientras el lobo nos mira. ¿Lobo mirás?
Estoy midiéndote la espalda.

Jugamos el largo, el breve, el húmedo juego lunar. ¿Lobo jugás?
Estoy esperando para entrar.


La siega


Mirando por la ventana se hilvanó en la madeja de sus pensamientos esta ocurrencia para nada original: todo se degrada, todo va al muere. La corteza de los árboles envejece y se destruye con asombrosa lentitud, los niños corren hacia las canas, la calvicie y la harina de polvo que serán sus huesos.

Pudo ver en el tejido de sus devaneos que toda vida emerge de lentas, lejanas y cansadoras muertes. Salió afuera a fumar el último cigarro antes de ir a trabajar, pero lo consumió y disfrutó casi todo el viento. Las muertes del viento.

Se encogió de hombros, al fin, ante la corriente de pensamientos de desgaste que no llevaban a ninguna parte salvo al hecho inexorable de que tenía que ponerse a laburar. Entonces entró al hogar, tomó la segadora que estaba junto a la puerta y salió de nuevo a cosecharnos.