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A SUS LOADOS LECTORES
LA ESPORÁDICA PLUMA DE CALISTO
ESTE BREVE RELATO DE TERROR ERÓTICO
PARA PROVECHO DE VUESTROS NEGROS PALADARES
SAZONADO CON ESPECIAS SELECCIONADAS A MANO
SE AFANA EN PRESENTAR


Entró, como cada noche, en mi habitación, vestida completamente de negro, el cabello rojo, largo y rizado, cubriéndole la espalda, los labios color carmesí. Con un movimiento simple se desprendió el broche a la altura del cuello, y su vestido, de largas telas que rozaban el suelo, cayó con suavidad, deslizándose por sus brazos y sus pechos.
Estábamos solos en la casa. Lo estaríamos por dos o tres horas. Eso no importaba, a ella le tomaba veinte minutos.
Yo permanecía tendido, como venía haciendo este último tiempo, siempre a la misma hora. Yo la miraba. Su boca cambió por completo en la sonrisa, sus mejillas se plegaron en profundas hendiduras, sobresaltando la perfecta suavidad de la piel; me observaba por debajo del arco de sus cejas agudas. Yo no podía huir de esa mirada, no podía resistir su atracción; cada vez que posaba sus ojos en los míos el cuerpo se me paralizaba al punto de cortarme la respiración, mis manos se cerraban en puños involuntariamente. Sentía admiración, también temor.
Dio un paso para quedar junto a mi cama, me destapó de un tirón, levantó una pierna, me rozó apenas con la rodilla, la pasó por encima de mi cuerpo. Sus manos expertas hundieron mi almohada mientras se acomodaba, apresandome levemente con las piernas. Bajando de a poco.
Se llevó un dedo a los labios, indicándome que permaneciera callado, con su rostro hacia el mío, con su flequillo en mi frente. Su otra mano se encargaba de tirar del elástico de mi pijama, de bajármelo hasta las rodillas. Enseguida, las caricias. Me producía el suave placer habitual, en su mano me iba endureciendo, sin quererlo, me iba preparando.
Traté de contener el gemido cuando por fin estuve dentro suyo. Cerré la boca, apreté los dientes, fui deslizando, furtivamente, la mano debajo del colchón, allí abajo esperaba la empuñadura metálica del cortapapeles.
Me quedé observando mientras se movía encima mío, el esfuerzo que debía hacer para resistir era tremendo, más aún tratando de mantener la concentración, de no olvidar el plan. Esta noche.
El ritmo de sus movimientos aumentó con ese gemido gutural de pato pornográfico que tiene. No dejaba de mirarme, de clavar sus ojos en los míos, dueña de todo. Sus dientes en hileras perfectas me sonreían y después se abrían y volvían a sonreírme. Esa lengua, esa lengua, un peligro enorme y delicioso, una serpiente sin cabeza.
Yo no podía llorar. La sensación era agobiante, era estar aferrado a un asidero sabiendo que lo mejor sería soltarse, dejarse caer. No podía llorar, no le gustaba. En verdad, lo que quería era que estuviera así, recostado, muy quieto, contemplándola sumiso, conteniendo, aguantandolo todo.
Si resistía luego me trataría bien, pero si desprendía mi leche en su cuerpo antes de tiempo, se enojaría, y mucho, y me golpearía. Aunque siempre volvería a la noche siguiente, no podía evitarlo tanto como yo obedecerle.
Mi mano apretaba con fuerza el cortapapeles que había sacado, en secreto, del escritorio. Pensaba en su filosa punta, la había probado sobre mi dedo ahora protegido con una curita, pensaba sin querer pensar, pues temía que ella ya supiera leerme la mente. ¿Cuántas puñaladas harían falta para matarla? Tal vez una sola, si era con fuerza y en el lugar preciso, un golpe certerpo porque yo era débil y ella podía doblegarme con una sola mano, lo sabía, lo había experimentado.
Comenzó a moverse con más fuerza, el momento venía llegando. Mi cama no cruje porque es de plástico duro encastrado, por eso el golpe contra la pared era grave y opaco. Su cuerpo ondulaba. Aferré con mayor fuerza el cortapapeles, un calambre me buscaba la mano. Alzó la vista al techo, su cabello se abrió mostrándome la tentadora garganta, desprotegida, suave, frágil, su pecho transpirado palpitaba. El momento.
Quise mover el brazo, enterrarle la punta, bañarme en la sangre que brotara de su garganta. Hacerle en el cuello la marca de Longinus con mi lanza de escritorio. Pero no pude. Me sacudí en el último movimiento de sus caderas y solté la corriente caliente en ella.
Cayó encima mío, jadeando, agotada. Su boca junto a mi oído. Susurró algo, no entendí bien, pero creo que me decía: bien, muy bien. Me dio un beso en la mejilla y se levantó pesadamente. Se tambaleó un instante junto a la cama, luego tomó sus prendas y se vistió casi con la misma rapidez con que se había desnudado. Giró sobre sus talones, me subió el pantalón del pijama, tomó el acolchado que estaba arrollado a mis pies y me cubrió con él hasta el cuello. Me besó la frente y salió de mi habitación, cerrando suavemente la puerta.
Me quedé quieto en la oscuridad hasta que oí que sus pasos se perdían en el pasillo, y entonces me dejé llevar por el llanto contenido. Las lágrimas no paraban de caer de mis ojos y rodar por mis sienes hasta perderse en mi cabello. Me giré de costado, hubiera contraído mis piernas si pudiera, aferrando el borde del acolchado, esforzándome por no hacer ruido.
Ya sé que voy a tener que levantarme a mitad de la noche, cuando estén dormidos, para devolver el cortapapeles a su lugar. No quiero que por la mañana mi padre lo necesite, lo busque, le pregunte después a ella si lo ha visto y ella me pregunte a mí, furiosa, mañana a la noche.

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